¿CUÁL ES EL MEJOR COMIENZO DE LA LITERATURA UNIVERSAL?

 

 







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1. Pedro Páramo, Juan Rulfo

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté las manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. “No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura que le dará gusto conocerte.” Y yo no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.



 2. Corazón tan blanco, Javier Marías

No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados.



 3. El extranjero, Albert Camus

Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias». Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.



 4. La familia de Pascual Duarte, Camilo José Cela

Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte.


5. El camino, Miguel Delibes

Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así. Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal. Después de todo, que su padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que honraba a su padre. Pero por lo que a él afectaba...

6. Anna Karénina, León Tolstói

Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada. 

En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La esposa acababa de enterarse de que su marido mantenía relaciones con la institutriz francesa y se había apresurado a declararle que no podía seguir viviendo con él.








 7. Axóltl, Julio Cortázar

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axólotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axólotl.

8. La memoria de ShakespeareJorge Luis Borges

Hay devotos de Goethe, de las Edda, y del tardío Cantar de los nibelungos; Shakespeare ha sido mi destino. Lo es aún, pero de una manera que nadie pudo haber presentido; salvo un solo hombre, Daniel Thorpe, que acabar de morir en Pretoria. Hay otro cuya cara no he visto nunca. 

9. El gran Gatsby, Francis Scott Fitzgerald

Cuando yo era más joven y más vulnerable, mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces. «Antes de criticar a nadie», me dijo, «recuerda que no todo el mundo ha tenido las ventajas que has tenido tú». (trad. Justo Navarro)




10. La metamorfosis, Franz Kafka 

Cuando Gregorio Samsa despertó aquella mañana, luego de un sueño agitado, se encontró en su cama convertido en un insecto monstruoso. 


11. El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad

El Nellie, un bergantín de considerable tonelaje, se inclinó hacia el ancla sin una sola vibración de las velas y permaneció inmóvil. El flujo de la marea había terminado, casi no soplaba viento y, como había que seguir río abajo, lo único que quedaba por hacer era detenerse y esperar el cambio de la marea. (trad. Sergio Pitol)




12. Cien años de soledad, Gabriel García Márquez

 Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.



13. El pozo, Juan Carlos Onetti

Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en lugar de los vidrios.

   Me paseaba con medio cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde mediodía, soplando el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre en las tardes, derrama adentro de la pieza. Caminaba con las manos atrás, oyendo golpear las zapatillas en las baldosas, oliéndome alternativa­mente cada una de las axilas. Movía la cabeza de un lado a otro, aspirando, y esto me hacía crecer, yo lo sentía, una mueca de asco en la cara. La barbilla, sin afeitar, me rozaba los hombros.



14. Moby Dick, Herman Melville

Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. (trad. José María Valverde)


15. El guardián entre el centeno, J. D. Salinger

Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena gente, no digo que no, pero a quisquillosos no hay quien les gane. Además, no crean que voy a contarles mi autobiografía con pelos y señales. Solo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco. (trad. Carmen Criado)

16. Tiempos difíciles, Charles Dickens

–Vamos a ver: lo que quiero son hechos. Que a estos niños y a estas niñas no se les enseñen más que hechos. Lo único que se necesita en la vida son hechos. No hay que plantar nada más y, en cambio, hay que desterrar todo lo que no sean hechos. Solo se puede formar la mente de unos animales racionales a partir de los hechos: ninguna otra cosa les será de utilidad. Este es el principio con el que educo a mis hijos y es el principio que utilizo con estos niños. ¡Cíñase a los hechos, señor mío!



17. La dama del perrito, Antón Chéjov

Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.



18. Madame Bovary, Gustave Flaubert

Estábamos en el Estudio cuando entró el director, seguido de un nuevo vestido de calle y de un mozo que traía un gran pupitre. Los que dormían se despertaron, y todos nos pusimos de pie como sorprendidos en nuestro trabajo. El director nos hizo seña de que volviéramos a sentarnos; luego, volviéndose hacia el jefe de estudios, le dijo a media voz: —Señor Roger, aquí tiene un alumno que le recomiendo, entra en quinto. Si su trabajo y su conducta lo merecen, pasará a los mayores, como corresponde a su edad. El nuevo, que se había quedado en el rincón, detrás de la puerta, de tal modo que apenas se le veía, era un chico de campo, de unos quince años, y más alto de estatura que cualquiera de nosotros. Llevaba el pelo cortado recto sobre la frente, como un chantre de pueblo, y parecía formal y muy azorado. Aunque no fuera ancho de hombros, su casaca de paño verde con botones negros debía de molestarle en las sisas y dejaba ver, por las vueltas de las bocamangas, unas muñecas rojas habituadas a ir descubiertas. Sus piernas, con medias azules, salían de un pantalón amarillento muy tensado por los tirantes. Calzaba unos recios zapatos mal lustrados y guarnecidos de clavos. (trad. Mauro Armiño)



19. Ulises, James Joyce

Solemne, el gordo Buck Mulligan avanzó desde la salida de la escalera, llevando un cuenco de espuma de jabón, y encima, cruzados, un espejo y una navaja. La tenue brisa de la mañana le sostenía levemente en alto, detrás de él, la bata amarilla, desceñida. Alzó en el aire el cuenco y entonó:

 —Introibo ad altare Dei

Deteniéndose, escudriñó hacia lo hondo de la oscura escalera de caracol y gritó con aspereza:

 —¡Sube acá, Kinch! ¡Sube, cobarde jesuita!



20. Beloved, Toni Morrison

En el 124 había un maleficio: todo el veneno de un bebé.

Las mujeres de la casa lo sabían, y también los niños. Durante años, todos aguantaron la malquerencia, cada uno a su manera, pero en 1873 Sethe y su hija Denver eran las únicas víctimas. 


21. La muerte en Venecia, Thomas Mann

 Von Aschenbach, nombre oficial de Gustavo Aschenbach desde la celebración de su cincuentenario, salió de su casa de la calle del Príncipe Regente, en Múnich, para dar un largo paseo solitario, una tarde primaveral del año 19... La primavera no se había mostrado agradable. Sobreexcitado por el difícil y esforzado trabajo de la mañana, que le exigía extrema preocupación, penetración y escrúpulo de su voluntad, el escritor no había podido detener, después de la comida, la vibración interna del impulso creador, de aquel motus animi continuus en que consiste, según Cicerón, el fundamento de la elocuencia. Ni siquiera había logrado conciliar un sueño reparador, que le iba siendo cada día más necesario, a medida que sus fuerzas le fallaban. Por eso, después del té, había salido, con la esperanza de que el aire y el movimiento lo restaurasen, dándole fuerzas para trabajar luego con fruto.




22. La cartuja de Parma, Stendhal

El 15 de mayo de 1796, el general Bonaparte hizo su entrada en Milán a la cabeza de aquel joven ejército que acababa de pasar el puente de Lodi y de dar a conocer el mundo que, después de tantos siglos, César y Alejandro tenían sucesor. Los milagros de valor y de talento de que Italia fue testigo en unos meses despertaron a un pueblo adormecido; todavía ocho días antes de la llegada de los franceses, los milaneses solo veían en ellos un hatajo de bandoleros, acostumbrados a huir siempre ante las tropas de Su Majestad  Imperial y Real; al menos esto era lo que les repetía tres veces por semana un periodiquito de tamaño de la mano, impreso en papel sucio.

                                                              (trad. Carlos Pujol Tania de Bermúdez-Cañete)




23. Agnes Grey, Anne Brontë

Todas las historias verdaderas contienen una enseñanza, aunque ese tesoro puede ser difícil de encontrar y, en ocasiones, cuando por fin se halla, el fruto que se obtiene resulta ser un grano tan seco y arrugado que apenas compensa el esfuerzo realizado para romper la cáscara. Si este es o no el caso de mi historia no es algo que yo pueda juzgar. 



24. El Gatopardo, Giuseppe Tomasi di Lampedusa

«Nunc et in hora mortis nostrae. Amén».

El rezo cotidiano del rosario había concluido. Durante media hora la sobria voz del príncipe había evocado los misterios dolorosos; durante media hora otra voces, entremezcladas, habían tejido un rumor ondulante en el que ciertas palabras poco habituales: amor, virginidad, muerte, brillaban como flores doradas; y mientras persistió ese rumor el aspecto de salón rococó parecía haber cambiado; hasta los papagayos, que desplegaban sus irisadas alas sobre la seda del entapizado, daban la impresión de sentirse intimidados; incluso Magdalena, entre las dos ventanas, había parecido una penitente, y no la hermosa rubia, distraída en Dios sabe qué sueños, como siempre se la veía. 


25. El mar, el mar. Iris Murdoch

El mar se extiende ante mí mientras escribo, más que destellar, resplandece bajo el suave sol de mayo. Con el cambio de marea, se recuesta calladamente contra la tierra, casi sin huella de ondas ni de espuma. Próximo al horizonte es de un púrpura suntuoso, marcado por líneas regulares de verde esmeralda. En el horizonte es índigo. Cerca de la playa, donde la visión se da enmarcada por amontonamientos de desiguales rocas amarillas, hay una franja de verde más pálido, helado y puro, menos radiante y sin embargo opaco, no transparente. Estamos en el norte, y la luz brillante del sol no puede penetrar en el mar. (trad. Marta Gustavino)



26. Eugénie Grandet, Honoré de Balzac

En ciertas ciudades de provincias, existen casas cuyo aspecto inspira la misma melancolía que provocan los claustros más sombríos, los páramos más monótonos o las ruinas más tristes. Quizás sea porque en estas casas haya algo de silencio de los claustros, de la aridez de los páramos, de la osamenta de las ruinas; la vida y el movimiento tan sosegados en ellas, que un extraño las creería deshabitadas a no ser porque, de repente, se encuentra con la mirada pálida y fría de una persona inmóvil cuyo rostro casi ascético aparece sobre el antepecho de la ventana, al rumor de unos pasos desconocidos. (trad. Luis Romero)

27. A sangre fría, Truman Capote

El pueblo Holcomb está situado en las altas planicies trigueras del oeste de Kansas, un territorio solitario que los demás habitantes de Kansas llaman «allá». A unos cien kilómetros de la frontera de Colorado, el campo, con sus duros cielos azules y su aire diáfano de desierto, tiene una atmósfera más propia del Lejano que del Medio Oeste. El acento local tiene un deje de pradera, una gangosidad de peón de rancho, y los hombres —muchos de ellos— llevan pantalones ajustados de la frontera, sombreros Stetson y botas puntiagudas y de tacones altos. La tierra es llana, y las vistas son enormemente extensas: los caballos, los rebaños de ganado, el racimo blanco de elevadores de grano que se alzan con la gracia de templos griegos se hacen visibles al viajero mucho antes de llegar a ellos. (trad. Jesús Zulaika).

28. La leyenda del santo bebebor, Joseph Roth

Fue en la primavera del año 1934, caía la tarde, un señor de cierta edad descendía por los escalones de piedra de uno de los puentes del Sena hasta la orilla del río. Como casi todo el mundo sabe, aunque tampoco viene mal que aprovechemos la ocasión para recordarlo, es allí donde suelen dormir o, mejor dicho, acampar las personas sin hogar de París. Una de estas personas acertó a cruzarse con aquel señor, que, por lo demás, vestía bien y daba la impresión de ser un viajero sin otro propósito que descubrir los lugares de interés de las ciudades que visitaba. El hombre sin hogar ofrecía un aspecto tan desastrado y lastimoso como el de cualquiera que, como él, viva en la calle; sin embargo, al señor bien vestido y entrado en años le llamó particularmente la atención; por qué, no lo sabemos.
(trad. Roberto Bravo de la Varga).

29. El siglo de las luces, Alejo Carpentier

Las palabras no caen en el vacío.
-Zohar-

Esta noche he visto alzarse la máquina nuevamente. Era, en la proa, como una puerta abierta sobre el vasto cielo que ya nos traía olores de tierra por sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su ritmo, que la nave, levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo, suspendida entre un ayer y un mañana que se trasladaran con nosotros. Tiempo detenido entre la Estrella Polar, la Osa Mayor y la Cruz del Sur -ignoro, pues no es mi oficio saberlo, si tales eran las constelaciones, tan numerosas que sus vértices, sus luces de posición sideral, se confundían, se trastocaban, barajando sus alegorías, en la claridad de un plenilunio, empalidecido por la blancura del Camino de Santiago... 

30. Otra vuelta de tuerca, Henry James

La historia nos había mantenido escuchando sin aliento alrededor del fuego, pero aparte la obvia observación de que era horrible, como tiene que serlo un relato extraño contado en una vieja casa el día de Nochebuena, no recuerdo que se hiciera ningún otro comentario hasta que alguien señaló que era el único  caso que había conocido en que un espectro así se hubiera presentado ante un niño. (trad. Domingo Santos).

31. La carretera, Cormac McCarthy

 Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Su mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración. Retiró la lona de plástico, se puso de pie envuelto en aquellas prendas y mantas pestilentes y buscó algún atisbo de luz en el este pero no lo había. En el sueño del que acababa de despertar vagaba por una gruta y el niño lo llevaba de la mano. La luz de los dos bailaba en las húmedas paredes de roca caliza. Como peregrinos de fábula engullidos y extraviados en las entrañas de una bestia granítica. (trad. Luis Murillo)

32. La saga/fuga de J.B., Gonzalo Torrente Ballester

¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!


En la mañana de niebla, casi al alba, las voces estremecen el aire como trompetas. Toca todavía la campana, a la primera misa; pero su sonido es tenue, precavido, como para entrar de puntillas en las alcobas oscuras, un sonido al que se da la espalda, que se esquiva o acalla metiendo la cabeza bajo las sábanas. “Pepiño, levántate, que ya son las seis y media.” Un sonido que sería impertinente si no fuera habitual; que sería íntimamente detestado si no actuara de despertador, a esa hora en que los que trabajan tienen que despertarse.



33. La Regenta, Leopoldo Alas «Clarín»

 La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles...


34. 1984, George Orwell

Era un día frío y luminoso de abril y los relojes estaban dando las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en un esfuerzo por escapar del desagradable viento, pasó a toda prisa entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no lo bastante rápido para impedir que se colara tras él un remolino de polvo y suciedad. (trad. Miguel Temprano García)


35. El barón rampante, Italo Calvino

Fue el 15 de junio de 1767 cuando Cosimo Piovasco di Rondò, mi hermano, se sentó por última vez entre nosotros. Lo recuerdo como si fuera hoy. Estábamos en el comedor de nuestra villa de Ombrosa, las ventanas enmarcaban las frondosas ramas de la gran encina del parque. Era mediodía, y nuestra familia, según su vieja costumbre, se sentaba a la mesa a esa hora, pese a que ya los nobles seguían la moda, llegada de la poco madrugadora Corte de Francia, de disponerse a comer bien entrada la tarde. Soplaba un viento del mar, recuerdo, y se movían las hojas. Cosimo dijo: —¡He dicho que no quiero y no quiero! —y apartó el plato de caracoles. Jamás se había visto desobediencia más grave. (trad. Esther Benítez)


36. Divina Comedia, Dante

A mitad del camino de la vida, 

me hallé perdido en una selva oscura  

porque me extravié del buen camino. 

Es tan difícil relatar cómo era 

esta selva salvaje,  áspera y ardua, 

que al recordarlo vuelvo a sentir miedo. 

Solo la muerte es más cruel y amarga, 

pero antes de hablar del bien que hallé 

diré las otras cosas que ocurrieron. 

No sé explicar muy bien cómo entré allí,

porque tenía mucho sueño cuando 

abandoné la senda verdadera. 

Pero al llegar al pie de una colina,

donde se hallaba el límite del valle 

que me abrumó de miedo el corazón, 

miré hacia arriba y vi ya la alta cima.

cubierta por los rayos del planeta

que es guía y luz de todos los caminos.

Entonces se calmó un poco aquel miedo 

que en lo hondo del pecho había sentido 

toda esa larga y angustiosa noche.

(trad. José María Micó)

37. El corazón es un cazador solitario, Carson McCullers

En la ciudad había dos mudos. Estaban siempre juntos. Cada mañana a primera hora salían de la casa en la que vivían y bajaban por la calle en dirección al trabajo, cogidos del brazo. Los dos amigos eran muy diferentes. El que siempre encabezaba la marcha era un griego obeso y soñador. En verano llevaba un polo amarillo o verde chapuceramente embutido en los pantalones por delante y suelto por detrás. Cuando hacía frío, se echaba encima un informe jersey gris. Tenía la cara redonda y grasienta, de párpados semicerrados y labios que se curvaban en una blanda y estúpida sonrisa. El otro mudo era alto, y en sus ojos brillaba una expresión vivaz, inteligente. Vestía siempre de forma inmaculada y sobria. (trad. Rosa María Bassols Camarasa)



38. La señora Dalloway, Virginia Woolf

La señora Dalloway dijo que las flores las compraría ella. 

Porque Lucy tenía ya trabajo suficiente. Había que desmontar las puertas, venían los operarios de Rumpelmeyer y, además, pensó Clarissa Dalloway, la mañana tenía la misma transparencia que si estuviera destinada a unos niños en la playa. (trad. José Luis López Muñoz).



39. El amante, Marguerite Duras 

Un día, ya entrada en años, en el vestíbulo de un edificio público, se me acercó un hombre. Se presentó y me dijo: «La conozco desde siempre. Todo el mundo dice que de joven era usted hermosa, me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más hermosa ahora que en su juventud, su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora, devastado». (trad. Ana María Moix)



40. Los grandes cementerios bajo la luna, Georges Bernanos

«¡He jurado emocionaros, ya sintáis amistad o ira, da lo mismo!». Así hablaba yo antes, en la época de La Grande Peur, hace siete largos años. Ahora no me preocupo demasiado de emocionar, al menos provocando ira. La ira de los imbéciles siempre me dio tristeza, pero hoy más bien me espantaría. En todo el mundo retumba esa ira. ¿Qué cabía esperar? Lo único que pedían era no entender nada e incluso se juntaban varios para ello, porque el hombre es incapaz de ser necio o malvado él solo, condición misteriosa reservada seguramente al proscrito. Al no entender nada se juntaban, no con arreglo a sus afinidades particulares, demasiado débiles, sino según la modesta función que debían al nacimiento o al azar y ocupaba por entero su pequeña vida. Porque las clases medias son casi las únicas que proporcionan al verdadero imbécil. La superior se arroga el monopolio de una clase de idiotez perfectamente inutilizable, una idiotez de lujo, y la inferior no pasa de unos toscos y a veces admirables esbozos de animalidad. (trad. Juan Vivanco)




41. Orgullo y prejuicio, Jane Austen

Es una verdad universalmente aceptada que un soltero con posibles ha de buscar esposa. 

    Por muy poco que se sepa de los gustos u opiniones de tal varón cuando se incorpora a una comunidad, esa verdad tiene tanto arraigo en la mente de las familias circundantes que se le considera, por derecho, propiedad de una u otra de sus hijas. 

(trad. José Luis López Muñoz)


42. Demetrio, Julio Ramón Ribeyro

Dentro de un cuarto de hora serán las doce de la noche. Esto no tendría ninguna importancia si es que hoy no fuera el 10 de noviembre de 1953. En su diario íntimo Demetrio von Hagen anota: “El 10 de noviembre de 1953 visité a mi amigo Marius Carlen”. Debo advertir que Marius Carlen soy yo y que Demetrio von Hagen murió hace exactamente ocho años y nueve meses. Pocas semanas después de su muerte se publicó en un periódico local una nota mal intencionada que decía: “Como saben nuestros novelista Demetrio von Hagen murió el 2 de enero de 1945. En su diario íntimo aún inédito se encontraron anotaciones correspondientes a los ocho años próximos. Se descubrió que lo escribía por adelantado”. Únicamente la amistad que me unía a Demetrio me incitó a emprender investigaciones para las que no encuentro otro adjetivo que el clásico de minuciosas. Si bien no lo veía desde la última guerra, conservaba de él un recuerdo simpático y siempre me pareció un hombre probo, serio, sin mucha fantasía e incapaz de cualquier mixtificación. El hecho pues de que escribiera su diario por adelantado solo sugería dos hipótesis: o era una broma de los periodistas, que habían cotejado mal las fechas de su diario inédito o se trataba más bien del principio de un interesante enigma.


43. Bola de Sebo, Guy de Maupassant

Durante varios días consecutivos habían cruzado por la ciudad jirones del ejército derrotado. No se trataba de la tropa, sino de hordas desbandadas. Los hombres llevaban barbas crecidas y sucias, uniformes andrajosos, y avanzaban con paso cansado, sin bandera, sin regimiento. Todos parecían abrumados, derrengados, incapaces de una idea o una resolución, marchaban solo por hábito, y se caían de fatiga en cuanto se detenían. Se veía sobre todo a movilizados, gente pacífica, tranquilos rentistas, doblados bajo el peso del fusil; jóvenes voluntarios alerta, fáciles de asustar y prontos al entusiasmo, tan dispuestos al ataque como a la huida; y además, entre ellos, unos cuantos calzones rojos, despojos de una división triturada en una gran batalla; artilleros de uniforme oscuro alineados con aquellos infantes diversos; y, a veces, el brillante casco de un dragón de lentos andares que seguía a duras penas la marcha ligera de los soldados rasos. (trad. Esther Benítez).


44. Tokio Blues, Haruki Murakami

 Yo entonces tenía treinta y siete años y me encontraba a bordo de un Boeing 747. El gigantesco avión había iniciado el descenso atravesando unos espesos nubarrones y ahora se disponía a aterrizar en el aeropuerto de Hamburgo. La fría lluvia de noviembre teñía la tierra de gris y hacía que los mecánicos cubiertos con recios impermeables, las banderas que se erguían sobre los bajos edificios del aeropuerto, las vallas que anunciaban los BMW, todo, se asemejara al fondo de una melancólica pintura de la escuela flamenca. «¡Vaya! ¡Otra vez en Alemania!», pensé. (trad. Lourdes Porta).

45. El ruido y la furia, William Faulkner

A través de la cerca, entre los espacios de flores ensortijadas, los veía pegar. Iban acercándose hacia donde estaba la bandera y yo los seguía desde la cerca. Luster estaba buscando entre la hierba junto al árbol de las flores. Sacaron la bandera, y pegaron. Luego volvieron a meter la bandera y fueron hasta la mesa y uno pegó y el otro pegó. Luego siguieron y yo fui junto a la cerca y ellos se pararon y nosotros nos paramos y yo miré a través de la cerca mientras Luster buscaba entre la hierba. (trad. Mariano Antolín Rato)

46. Volverás a Región, Juan Benet

Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real —porque el moderno dejó de serlo— se ve obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable.

 Un momento u otro conocerá el desaliento al sentir que cada paso hacia adelante no hace sino alejarlo un poco más de aquellas desconocidas montañas. Y un día tendrá que abandonar el propósito y demorar aquella remota decisión de escalar su cima más alta, ese pico calizo con forma de mascarilla que conserva imperturbable su leyenda romántica y su penacho de ventisca. O bien —tranquilo, sin desesperación, invadido de una suerte de indiferencia que no deja lugar a los reproches— dejará transcurrir su último atardecer, tumbado en la arena de cara al crepúsculo, contemplando cómo en el cielo desnudo esos hermosos, extraños y negros pájaros que han de acabar con él, evolucionan en altos círculos.


47. El orden natural de las cosas, António Lobo Antunes

Hasta los seis años, Iolanda, no conocí a la familia de mi madre ni el olor de los castaños que el viento de septiembre traía de la Buraca, con las ovejas y las cabras, que ascendían por la carretera en dirección al cementerio abandonado, avivados por un viejo con boina y por las voces de los muertos. Todavía hoy, mi amor, tendido en el cama a la espera del efecto del válium, me sucede como en las tardes de verano en las que me acostaba, buscando el fresco, en un barrio de tumbas destrozadas; siento un adorno de sepultura hiriéndome en la pierna, oigo la hierba de las losas en la sábana, veo los serafines y los cristos de escayola que me amenazaban con las manos rotas; una mujer con sombrero plantaba coles y nabos en las raíces de los cipreses; las esquilas de los cabritos tintineaban en la capilla sin imágenes, reducida a tres paredes calcinadas y a un pedazo de altar con tapete anegado en las trepadoras; y yo observaba la noche avanzar lápida a lápida, coagulando las bendiciones de los santos en marchas de tinieblas.

48. Poema de Mio Cid

 De los sos ojos tan fuertemientre llorando, 

tornava la cabeça e estávalos catando.

 Vio puertas abiertas e uços sin cañados, 

alcándaras vazías, sin pielles e sin mantos

 e sin falcones e sin adtores mudados.

 Sospiró mio Cid, ca mucho avié grandes cuidados,

 fabló mio Cid bien e tan mesurado: 

— ¡Grado a ti, Señor, Padre que estás en alto! 

¡Esto me an buelto mios enemigos malos! —



49. Catilinarias, Cicerón

¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia? ¿Durante cuánto tiempo tu temeraria conducta seguirá burlándose de nosotros? ¿A qué límites llegará tu osadía descontrolada? ¿Nada te ha impresionado el destacamento nocturno del Palatino, nada las patrullas de la ciudad, nada el temor del pueblo, nada la concurrencia de todos los hombres de bien, nada la protección extrema de este lugar donde se reúne el senado, nada la expresión ni los rostros de los aquí presentes? ¿No te das cuenta de que tus planes se derrumban? ¿No ves que tu conjura, sabida por todos, está de antemano condenada al fracaso? ¿Quién de nosotros crees que puede ignorar lo que has hecho esta noche pasada y la precedente, dónde has estado, con quiénes te has reunido y qué decisiones has tomado?







50. Esperando a Godot, Samuel Beckett

ACTO PRIMERO 

(Camino en el campo, con árbol) 

(Anochecer) 

(Estragón, sentado en el suelo, intenta descalzarse. Se esfuerza haciéndolo con ambas manos, fatigosamente. Se detiene, agotado, descansa, jadea, vuelve a empezar. Repite los mismo gestos) 

(Entra Vladimir) 

ESTRAGÓN (renunciando de nuevo): No hay nada que hacer. 

VLADIMIR (se acerca a pasitos rígidos, las piernas separadas): Empiezo a creerlo. (Se queda inmóvil). Durante mucho tiempo me he resistido a pensarlo, diciéndome, Vladimir, sé razonable, aún no lo has intentado todo. Y volvía a la lucha. (Se concentra, pensando en la lucha. A Estragón) Vaya, ya estás ahí otra vez. 


(trad. Ana María Moix)

51. El filo de la navaja, William Somerset Maugham

Nunca he dado principio a una novela con tanto recelo. Si la llamo novela es únicamente porque no sé qué otro nombre darle. Su valor anecdótico es escaso, y no acaba ni en muerte ni en boda. La muerte todo lo termina, y es, por lo tanto, adecuado final de cualquier narración; mas también concluye convenientemente lo que en bodas acaba, y yerran quienes, por alardear de avisados, hacen burla de aquellos desenlaces que la costumbre ha dado en llamar felices. Opina sanamente el vulgo que, sobre aquello que en desposorios termina, no es menester añadir más. Cuando mujer y varón, tras las vicisitudes que se deseen, terminan por unirse, cumplen una función biológica, y el interés que suscitaron es trasladado a la generación venidera. Mas yo dejo al lector en el aire. Este libro está compuesto con mis recuerdos de un hombre a quien traté íntimamente con largos intervalos, y poco sé de lo que pudo acontecerle durante ellos. Supongo que ejercitando mi imaginación podría rellenar esos huecos y lograr, de esa manera, mayor coherencia para mi narración; pero no deseo hacerlo. Quiero limitarme a dejar escrito aquello que verdaderamente llegó a mi noticia (trad. Fernando Calleja).

52. El tambor de hojalata, Günter Grass

Pues sí: soy huésped de un sanatorio. Mi enfermero me observa, casi no me quita la vista de encima; porque en la puerta hay una mirilla; y el ojo de mi enfermero es de ese color castaño que no puede penetrar en mí, de ojos azules (trad. Carlos Gerhard).

53. Elmer Gantry, Sinclair Lewis

Elmer Gantry estaba borracho. Estaba borracho de una manera elocuente; borracho de forma cariñosa y agresiva. Se acodó en la barra del Old Home Sample Room, el salón más lujoso y sofisticado de Cato, Missouri, y le pidió al camarero que lo acompañara en "The Good Old Summer Time", el vals de la temporada.

54. El cementerio marino, Paul Valéry

Ese techo tranquilo que surcan las palomas,
Entre pinos palpita, entre las tumbas;
¡Mediodía, el justo, recrea allí con fuegos
El mar, el mar, siempre recomenzado!
¡Oh recompensa tras un pensamiento,
Contemplar largamente la calma de los dioses!

(trad. Héctor E. Ciocchini y Héctor Blas González)

55. Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carroll

Alicia estaba empezando ya a cansarse de estar sentada con su hermana a la orilla del río sin hacer nada: se había asomado una o dos veces al libro que estaba leyendo su hermana, pero no tenía ni dibujos ni diálogos, y ¿de qué sirve un libro si no tiene dibujos o diálogos? se preguntaba Alicia (trad. Jaime de Ojeda).



56. Soy un gato, Natsume Sōseki

Soy un gato, aunque todavía no tengo nombre. No sé dónde nací. Lo primero que recuerdo es que estaba en un lugar umbrío y húmedo, donde me pasaba el día maullando sin parar. Fue en ese oscuro lugar donde por primera vez tuve ocasión de poner mis ojos sobre un espécimen de la raza humana. Según pude saber más tarde, se trataba de un ejemplar de lo más perverso, un shoshei, uno de esos estudiantes que suelen realizar pequeñas tareas en las casas a cambio de comida y de alojamiento. En algún sitio he escuchado incluso que, en ocasiones, esos crueles individuos nos dan caza y nos guisan, y luego se nos zampan. Aunque he de decir que, debido quizás a mi ignorancia y a mi poca edad, no sentí nada de miedo cuando lo vi. Simplemente noté que el shoshei en cuestión me levantaba por los aires en la palma de su mano, y que yo me sentía flotar. (trad. Yoko Ogihara).



57. Sylvie, Gérard de Nerval

Salía yo de un teatro donde todas las noches aparecía en el palco de proscenio con mi mejor atuendo de pretendiente. A veces todo estaba lleno, a veces todo estaba vacío. Poco me importaba detener la mirada sobre una platea poblada solamente por una treintena de aficionados forzados, sobre unos palcos adornados con gorros o vestimentas anticuadas; o bien formar parte de una sala animada y vibrante, coronada en todos sus pisos por vestidos floridos, joyas resplandecientes y rostros radiantes. Indiferente al espectáculo de la sala, el del teatro no me detenía mucho, excepto cuando en la segunda o tercera escena de una tediosa obra maestra de entonces, una aparición bien conocida iluminaba el espacio vacío, devolviendo la vida con un aliento y una palabra a aquellas vanas figuras que me rodeaban. (trad. Mateo Cardona Vallejo).



58. Terra Nostra, Carlos Fuentes

Increíble el primer animal que soñó con otro animal. Monstruoso el primer vertebrado que logró incorporarse sobre dos pies y así esparció el terror entre las bestias normales que aún se arrastraban, con alegre y natural cercanía, por el fango creador. Asombrosos el primer telefonazo, el primer hervor, la primera canción y el primer taparrabos. 


59. Solenoide, Mircea Cărtărescu

He cogido piojos otra vez. Ni siquiera me sorprende, ya no me asusta, ya no siento asco. Solo me pica. Liendres tengo todo el tiempo, caen de mi cabeza cada vez que me peino en el baño: huevitos de color nacarado que brillan oscuros en la porcelana del lavabo. Algunas se quedan prendidas entre las púas del peine y las limpio con un cepillo de dientes viejo, el del mango enmohecido. Soy profesor en una escuela de las afueras, así que es imposible no coger piojos. La mitad de los niños tienen piojos. Se los encuentran al comienzo del curso, en la consulta del médico, cuando la enfermera les examina el cabello con los movimientos expertos de los chimpancés; solo que ella no tritura con los dientes la corteza de quitina de los insectos capturados. Recomienda a los padres, en cambio, una solución blancuzca-lechosa que despide un olor químico, la misma que utilizamos los profesores. Toda la escuela acaba oliendo, al cabo de unos días, a solución antipiojos. (trad. Marian Ochoa de Eribe)

60. Cumbres borrascosas, Emily Brontë

1801. Regreso en este momento de visitar a mi casero..., el solitario vecino que va a darme más de una preocupación. ¡Esta es una región hermosa! Dudo mucho que fuese posible encontrar en toda Inglaterra un lugar más alejado del bullicio. Es todo un paraíso para un misántropo, y el señor Heathcliff y yo parecemos la pareja ideal para compartir la desolación que nos rodea. ¡Un individuo extraordinario! Lo que menos se ha podido imaginar es cómo simpatizaba con él cuando vi que sus ojos negros se retiraban suspicaces bajo las cejas, conforme me acercaba a caballo, y sus dedos se hundían más profundamente en los bolsillos de su chaleco, con rabiosa determinación, al decirle mi nombre. 

—¿El señor Heathcliff? —le pregunté.

61. Memorias del subsuelo, Fiódor Dostoievski

Soy un hombre enfermo... Soy un hombre despechado. Soy un hombre antipático. Creo que padezco del hígado. Sin embargo, no sé nada de mi dolencia ni sé a ciencia cierta de qué padezco. No estoy en tratamiento y nunca lo he estado, aunque siento respeto por la medicina y los médicos. Por añadidura, soy sumamente supersticioso, al menos lo suficiente para respetar la medicina. (Soy lo bastante culto para no ser supersticioso, pero soy supersticioso.) No señor, me niego a ponerme en tratamiento por puro despecho. He ahí algo que ustedes probablemente no comprenden. Ahora bien, yo sí lo comprendo. Yo, por supuesto, no sabría explicarles contra quién precisamente va dirigido mi despecho en este caso; sé perfectamente que no puedo «jorobar» a los médicos por el hecho de no consultar con ellos; sé mejor que nadie que 22 Primera parte: Subsuelo el único perjudicado en esto soy yo y sólo yo. En todo caso, si no me pongo en tratamiento es por despecho. ¿Que mi hígado está mal? ¡Bueno, pues que se ponga peor! (trad. Juan López-Morillas)


62. El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde

El intenso perfume de las rosas embalsamaba el estudio y, cuando la ligera brisa agitaba los árboles del jardín, entraba, por la puerta abierta, un intenso olor a lilas o el aroma más delicado de las flores rosadas de los espinos.

    Lord Henry Wotton, que había consumido ya, según su costumbre, innumerables cigarrillos, vislumbraba, desde el extremo del sofá donde estaba tumbado –tapizado al estilo de las alfombras persas–, el resplandor de las floraciones de un codeso, de dulzura y color de miel, cuyas ramas estremecidas apenas parecían capaces de soportar el peso de una belleza tan deslumbrante como la suya; y, de cuando en cuando, las sombras fantásticas de pájaros en vuelo se deslizaban sobre las largas cortinas de seda india colgadas delante de las inmensas ventanas, produciendo algo así como un efecto japonés, lo que le hacía pensar en los pintores de Tokio, de rostros tan pálidos como el jade, que, por medio de un arte necesariamente inmóvil, tratan de transmitir la sensación de velocidad y de movimiento. (trad. José Luis López Muñoz).

63. El mago de Oz, L. Frank Baum

Dorothy vivía en medio de las grandes praderas de Kansas, con tío Henry, que era granjero, y tía Em, que era su mujer. Su casa era pequeña, ya que tuvieron que traer la madera en carro desde muy lejos. Tenía cuatro paredes, un suelo y un tejado, que formaban una sola habitación; y esta contenía un hornillo algo oxidado, una alacena para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. Tío Henry y tía Em tenían una cama grande en una esquina, y Dorothy, una cama pequeña en la otra. La casa no tenía ni desván, ni sótano, excepto un pequeño agujero excavado en el suelo, al que llamaban «el sótano del ciclón», donde la familia podía resguardase si se producía uno de esos terribles torbellinos que tienen tanta fuerza como para derribar cualquier edificio que encuentren a su paso. En medio del piso había una trampa, y desde allí una escalera bajaba hacia un agujero pequeño y oscuro.  

64. La vida es sueño, Calderón de la Barca


Sale en lo alto de un monte ROSAURA en hábito de hombre, de camino, y en representando los primeros versos va bajando.

 

ROSAURA
Hipogrifo violento,
que corriste parejas con el viento,
¿dónde rayo sin llama,

pájaro sin matiz, pez sin escama
y bruto sin instinto
natural, al confuso laberinto
de esas desnudas peñas te desbocas,
te arrastras y despeñas?
Quédate en este monte,
donde tengan los brutos su Faetonte;
que yo, sin más camino
que el que me dan las leyes del destino,
ciega y desesperada,
bajaré la cabeza enmarañada
deste monte eminente
que arruga el sol el ceño de la frente.

Mal, Polonia, recibes
a un extranjero, pues con sangre escribes
su entrada en tus arenas;
y apenas llega, cuando llega a penas.
Bien mi suerte lo dice;
mas ¿dónde halló piedad un infelice?





        

65. Cantar de los nibelungos


1 Muchas maravillas nos cuentan las leyendas de antaño. Nos hablan de héroes virtuosos, de grandes hazañas, de alegrías y fiestas, de lamentaciones y llantos y de combates entre valerosos guerreros. Oiréis ahora estas gestas. 

2 Creció en Burgundia una joven muy noble. Tan grande era su belleza que no existía en el mundo ninguna otra mujer que pudiera compararse con ella. Se llamaba Crimilda. Era una hermosa doncella; por su causa muchos guerreros habrían de perder la vida. (trad. José Fernández Bueno)




66. El libro de Monelle, Marcel Schwob

Monelle me encontró en el páramo por el que yo vagaba y me cogió de la mano.

 –No te sorprendas –dijo–, soy yo y no soy yo. Volverás a encontrarme y me perderás;

 Regresaré una vez más entre los tuyos; pues pocos hombres me han visto y ninguno me ha comprendido; 

 Y me olvidarás, y me reconocerás, y me olvidarás.





 67. El Paraíso perdido, John Milton 

 

Del hombre la primera desobediencia, el fruto 

del árbol prohibido, cuyo sabor mortífero 
trajo al mundo la muerte y todos nuestros males, 
del Edén con la pérdida, hasta que Hombre más alto 
nos devolvió al salvarnos la beatífica sede, 
canta, oh Musa celeste, que en las secretas cumbres
de Horeb y Sinaí al pastor inspiraste
que primero enseñara a la raza escogida
cuál del Caos surgieron los cielos y la tierra
en el principio. Pero, si de Sión el cerro
prefieres, y el arroyo de Siloé, fluyente
de Dios cabe el oráculo, desde ellos yo conjuro 
tu ayuda en beneficio de mi atrevido canto, 
que remontarse intenta con no frenado vuelo 
sobre el monte de Aonia, mientras persigue cosas
que nadie en prosa o verso hasta ahora ha perseguido. 
Tú, sobre todo, Espíritu, tú que a todos los templos
un corazón prefieres que sea recto y puro,

instrúyeme, pues sabes: tú en el primer instante, 

desplegando tus alas poderosas al modo 

de paloma que incuba, cubriste el vasto Abismo 

y lo hiciste fecundo. Lo oscuro en mí ilumina, 

lo en mí abatido eleva y mantenlo elevado,

porque desde la altura de este tema grandioso,

afirmando ante todos la eterna Providencia, 

las vías justifique de Dios hacia los hombres.

(trad. Abilio Echeverría)

68. Eneida, Virgilio

Yo canto las hazañas de aquel héroe

que el Destino llevó a salir de Troya 

y arribar el primero al litoral

de Italia y de Lavinia, la princesa  

hija del rey Latino, tras de ser

de su patria expulsado por la fuerza 

suprema de los dioses y la furia 

inacabable y bárbara de Juno. 

Solo después de ser zarandeado 

por mar, por tierra y superar innúmeros

aprietos y batallas, implantó 

sus dioses en el Lacio, fundó una urbe, 

dio comienzo a la estirpe de latinos 

y a los primeros reyes de Alba Longa

que darían origen luego a Roma.

Recuérdame su historia, Musa, y dime 

qué espíritu ofendido o por qué, herida, 

la reina de los dioses obligó

a un hombre tan piadoso a padecer 

un sinfín de desgracias y fatigas. 

¿Cómo pueden los dioses odiar tanto? (trad. Luis T. Bonmatí)



69. La busca, Pío Baroja

Acababan de dar las doce, de una manera pausada, acompasada y respetable, en el reloj del pasillo. Era costumbre de aquel viejo reloj, alto y de caja estrecha, adelantar y retrasar a su gusto y antojo la uniforme y monótona serie de las horas que va rodeando nuestra vida, hasta envolverla y dejarla, como a un niño en la cuna, en el oscuro seno del tiempo.

70. Pan, Knut Hamsun

En estos últimos días, no dejado de pensar en el sempiterno día estival de Nordland. Aquí estoy, pensando en él, en la cabaña en la que me alojé y en el bosque que se escondía detrás de ella, y me pongo a anotar algunas cosas, con el fin de pasar el rato y entretenerme. El tiempo se me hace muy largo, no consigo hacerlo transcurrir tan deprisa como quisiera, aunque no tengo pena ninguna y mi vida es de lo más alegre. Estoy satisfecho con todo, y mis treinta años no me pesan aún. Hace unos día recibí por correo un par de plumas de pájaro, enviadas desde un lugar muy lejano por una persona que no me las debía, pero, no obstante, dos plumas verdes, en una hoja de carta con una corona en el membrete y sellada con lacre. Me hizo gracia toparme con dos plumas de pájaro tan diabólicamente verdes. Por lo demás, no tengo más molestias que un poco de reúma en el pie izquierdo de vez en cuando, secuela de una vieja herida por arma de fuego, curada ya hace mucho...

(trad. Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo)

71. La plaza del Diamante, Mercè Rodoreda

La Julieta vino expresamente a la pastelería para decirme que, antes de rifar el ramo, rifarían cafeteras; que ella ya las había visto: preciosas, blancas, con una naranja pintada, cortada por la mitad, enseñando los gajos. Yo no tenía ganas de ir a bailar, ni tenía ganas de salir, porque me había pasado el día despachando dulces, y las puntas de los dedos me dolían de tanto apretar cordeles dorados y de tanto hacer nudos y lazadas. Y porque conocía a la Julieta, que no tenía miedo a trasnochar y que igual le daba dormir que no dormir. Pero me hizo acompañarla quieras que no, porque yo era así, que sufría si alguien me pedía algo y tenía que decirle que no. Iba de blanco de pies a cabeza; el vestido y las enaguas almidonadas, los zapatos como un sorbo de leche, las arracadas de pasta blanca, tres pulseras de aro que hacían juego con las arracadas y un bolso blanco, que la Julieta me dijo que era de hule, con el cierre en forma de concha de oro. (trad. Enrique Sordo)

72. Sonata de otoño. Memorias del marqués de Bradomín, Ramón del Valle-Inclán

«Mi amor adorado, estoy muriéndome y solo deseo verte». ¡Ay! Aquella carta de la pobre Concha se me extravió hace mucho tiempo. Era llena de afán y de tristeza, perfumada de violetas y de un antiguo amor. Sin concluir de leerla, la besé. Hacía cerca de dos años que no me escribía, y ahora me llamaba a su lado con súplicas dolorosas y ardientes. Los tres pliegos blasonados traían la huella de sus lágrimas, y la conservaron largo tiempo. La pobre Concha se moría retirada en el viejo Palacio de Brandeso, y me llamaba suspirando. Aquellas manos pálidas, olorosas, ideales, las manos que yo había amado tanto, volvían a escribirme como otras veces. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Yo siempre había esperado en la resurrección de nuestros amores. Era una esperanza indecisa y nostálgica que llenaba mi vida con un aroma de fe: Era la quimera del porvenir, la dulce quimera dormida en el fondo de los lagos azules, donde se reflejan las estrellas del destino. ¡Triste destino el de los dos! El viejo rosal de nuestros amores volvía a florecer para deshojarse piadoso sobre una sepultura.

73. El pan desnudo, Mohamed Chukri

Lloraba la muerte de mi tío junto con algunos chicos. Ya no lloraba solamente cuando me pegaban, o cuando perdía algo. Ya había visto llorar también a otros. Era la época del hambre en el Rif, la sequía y la guerra. Una tarde, no podía frenar mis lágrimas de tanta hambre que tenía. Chupaba y volvía a chupar mis dedos. Vomitaba solo saliva. Mi madre me decía, para tranquilizarme:

– Cállate, vamos a irnos a Tánger. Allí hay pan en abundancia. No llorarás más por el pan cuando estemos allí. En Tánger la gente come hasta saciarse ¿Ves a tu hermano? Él no llora.

74. Merlín y familia, Álvaro Cunqueiro

Quizá mejor que decirla fuera pintarla, la selva de Esmelle, que cae a mano derecha viniendo a este reino por la banda de León. El camino que yo llevé hasta el campo de las Colmenas se adentra subiendo vuelta a vuelta por la fraga de Eirís, que es tan espesa: el camino va por la orilla del río, y cuando gana el llano, donde llaman Paradas, se mete por entre charcos lodaneros hasta donde dicen Fontigo, que es una puente baja de madera, en la que es muy sabroso oír el trote corto de los caballos de los viajeros que van y vienen, camino de Belvís. Los molinos del Fontigo son ahora dos morenas de piedra negra, en las que la hiedra prende y crece, pero yo recuerdo todavía los días en que molían el trigo vallino y el centeno montañés, y había manzanos a lo largo de las presas: el viento tiraba manzanas al agua, y siempre había una docena, verdes o coloradas, bailando en la espuma, gorda y amarillenta, junto a la reja del canal. Siempre ventea en la robleda de Mourás, tan tenebrosa, y el camino tiene prisa en pasarla y en llegar a la abierta campiña de Miranda, a la descubierta de las anchas sementeras, a los barbechos que huelgan las colinas antiguas, a los pastos del Rey... Desde Miranda se ve Esmelle todo alrededor, el castillo de Belvis, la fraga de la Sierpe, la laguna de los Cabos, y de día, casi al pie de la puerta, el humo de las herrerías del Villar. Por la noche, desde Miranda, yo me ponía a ver como se encendían las luces de Belvis en las altas y aparejadas torres, y en comparación con ellas, como posadas en el suelo, las luces del Villar: cuando corría viento de Meira, yo me tenía porque oía las batínadas del mazo de los herreros.

75. La lluvia amarilla, Julio Llamazares

Cuando lleguen al alto de Sobrepuerto estará, seguramente, comenzando a anochecer. Sombras espesas avanzarán como olas por las montañas y el sol, turbio y deshecho, lleno de sangre, se arrastrará ante ellas agarrándose ya sin fuerzas a las aliagas y al montón de ruinas y escombros de lo que, en tiempos, fuera (antes de aquel incendio que sorprendió durmiendo a la familia entera y a todos sus animales) la solitaria Casa de Sobrepuerto. El que encabece el grupo se detendrá a su lado. Contemplará las ruinas, la soledad inmensa y tenebrosa del paraje. Se santiguará en silencio y esperará a que los demás le den alcance. Vendrán todos esa noche: José, de Casa Pano, Regino, Chuanorús, Benito el Carbonero, Aineto y sus  dos hijos, Ramón, de Casa Basa. Hombres endurecidos todos ellos por los años y el trabajo. Hombres valientes, acostumbrados desde siempre a la tristeza y soledad de estas montañas. Pero, a pesar de ello — y de los palos y escopetas de que, sin duda alguna, han de venir armados—, una sombra de miedo y de inquietud envolverá esa noche sus ojos y sus pasos. Contemplarán también por un instante las paredes caídas del caserón quemado y, luego, el lugar que alguno de ellos señalará ya con la mano en la distancia.


76. Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain

—¡Tom!

Silencio.

—¡Tom! 

Silencio. 

—¿Dónde andará metido ese chico? ¡Tom! 

La anciana se bajó las gafas y miró por encima de ellas por todo el cuarto; después se las subió a la frente y miró por debajo. Rara vez miraba a través de los cristales a algo de tan poca monta como un chiquillo: eran aquellas las gafas de ceremonia, su mayor orgullo, construidas para dar ornamento antes que para su uso, y no hubiera visto mejor mirando a través de un culo de botella. Se quedó perpleja un instante y dijo, sin cólera, pero lo bastante alto para que la oyeran los muebles:

 —Bueno; pues te aseguro que si te echo la mano encima te voy a...  (trad. José Torroba).


77. Nada, Carmen Laforet

   Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado y no me esperaba nadie.

    Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran estación de Francia y los grupos que se formaban entre las personas que estaban aguardando el expreso y los que llegábamos con tres horas de retraso.

    El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis ensueños por desconocida.



78. Carta de una desconocida, Stefan Zweig

Una mañana temprano, al regresar a Viena después de una estimulante excursión de tres días por la montaña y comprarse un periódico en la estación, el famoso novelista R., apenas rozaron sus ojos la fecha, cayó en la cuenta de que era su cumpleaños. Cuarenta y uno, fue lo inmediato siguiente, constatación que no le hizo sentir ni frío ni calor. Hojeó fugazmente las rumorosas páginas del periódico y se dirigió a su casa en un coche de alquiler. El criado le informó de dos visitas recibidas durante el período de ausencia, además de algunas llamadas, y le trajo el correo acumulado en una bandeja. Displicente, R. echó un vistazo a las cartas, abrió algunos sobres que le interesaron por los remitentes; una carta cuya caligrafía no le resultaba familiar y que parecía demasiado extensa la dejó, por el momento, aparte. Entretanto, le habían servido el té; R. se puso cómodo en el sillón, volvió a hojear el periódico y algunos papeles, luego se encendió un puro y entonces ya sí retomó la carta apartada (trad. Isabel García Adánez).


79. Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, Federico García Lorca

                     I. La cogida y la muerte

A la cinco de la tarde                                                                              Eran las cinco en punto de la tarde.

Un niño trajo la blanca sábana

a las cinco de la tarde.

Una espuerta de cal ya prevenida

a las cinco de la tarde.

Lo demás era muerte y sólo muerte

a las cinco de la tarde.

   El viento se llevó los algodones

a las cinco de la tarde.

Y el óxido sembró cristal y níquel

a las cinco de la tarde.

Ya luchan la paloma y el leopardo

a las cinco de la tarde.

Y un muslo con un asta desolada

a las cinco de la tarde.

Comenzaron los sones del bordón

a las cinco de la tarde.

Las campanas de arsénico y el humo

a las cinco de la tarde.

En las esquinas grupos de silencio

a las cinco de la tarde.

¡Y el toro solo corazón arriba!

a las cinco de la tarde.

Cuando el sudor de nieve fue llegando

a las cinco de la tarde,

cuando la plaza se cubrió de yodo

a las cinco de la tarde,

la muerte puso huevos en la herida

a las cinco de la tarde.

A las cinco de la tarde.

A las cinco en punto de la tarde.

80. Canadá, Richard Ford

Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después. El atraco es la parte más importante, ya que nos puso a mi hermana y a mí en las sendas que acabarían tomando nuestras vidas. Nada tendría sentido si no se contase esto antes que nada.

    Nuestros padres eran las personas de las que menos se podría pensar que atracarían un banco. No eran gente rara, ni evidentemente criminales. A nadie se le hubiera ocurrido pensar que estaban destinados a acabar como acabaron. Eran personas normales –aunque, claro está, tal afirmación queda invalidada desde el momento mismo en que atracaron el banco. (trad. Jesús Zulaika)



81. La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, Laurence Sterne

Ojalá mi padre, o mi madre, o mejor dicho ambos, hubieran sido más conscientes, mientras los dos se afanaban igual en el cumplimiento de sus obligaciones, de lo que se traían entre manos cuando me engendraron; si hubieran tenido debidamente presente cuántas cosas dependían de lo que estaban haciendo en aquel momento: —que no solo estaba en juego la creación de un Ser racional sino que también, posiblemente, la feliz formación y constitución de su cuerpo, tal vez su genio y hasta la naturaleza de su mente; —y que incluso, en contra de lo que ellos creían, la suerte de toda la casa podía tomar uno u otro rumbo según los humores y disposiciones que entonces predominaran: —si hubieran sopesado y considerado todo esto como es debido, y procedido en consecuencia, —estoy francamente convencido de que yo habría hecho en el mundo un papel completamente distinto de aquel en el que es muy probable que el lector me vea. (trad. Javier Marías)

82. La muerte de Virgilio, Hermann Broch

Azules como acero y ligeras, movidas por un viento contrario suave y apenas perceptible, las ondas del mar Adriático habían corrido al encuentro de la escuadra imperial, mientras ésta se dirigía hacia el puerto de Brindisi, dejando a la izquierda las chatas colinas de la costa de Calabria que se acercaban poco a poco. En ese momento, en ese paraje, la soledad del mar llena de sol y sin embargo tan cargada de mortales presagios, se transformaba en la pacífica alegría de una actividad humana, y el oleaje, dulcemente iluminado por la cercana presencia y morada del hombre, se poblaba de naves diversas que también buscaban el puerto o que salían de él; las barcas de pardo velamen de los pescadores abandonaban ya en todas partes los pequeños muelles protectores de los infinitos villorrios y colonias a lo largo de la playa blanqueada por el agua, para lanzarse a la pesca vespertina, y el mar se había alisado como un espejo; la concha celeste se había abierto sobre ese espejo como una comba nacarada; atardecía y se sentía el olor de la leña quemada en los hogares, cada vez que una ráfaga recogía y traía de allí los ruidos de la vida, un martilleo o un grito. (Versión de J. M. Ripalda sobre traducción de A. Gregori).

83. Coplas a la muerte de su padre, Jorge Manrique

                                                                                                                                           

Recuerde el alma dormida                                                                            avive el seso y despierte                                                                                                  contemplando                                                                                                    cómo se pasa la vida,                                                                                  cómo se viene la muerte                                                                                                  tan callando;                                                                                              cuán presto se va el placer;                                                                     cómo después de acordado                                                                                                   da dolor;                                                                                                        cómo a nuestro parecer                                                                         cualquiera tiempo pasado                                                                                                

fue mejor.


84. La isla del tesoro, Robert L. Stevenson

El caballero Trelawney, el doctor Livesey y los demás gentileshombres me han pedido que relate los pormenores de lo que aconteció en la isla del Tesoro, del principio al fin y sin omitir nada excepto la posición de la isla, y ello por la sencilla razón de que parte del tesoro sigue enterrado allí; cojo, pues, la pluma en el año de gracia de 17... y me remonto a la época en que mi padre regentaba la posada del Almirante Benbow, y el viejo lobo de mar con la cara tostada y marcada con un chirlo de sable vino a hospedarse bajo nuestro techo. 

    Lo recuerdo como si fuera ayer: llegó caminando pesadamente a la puerta de la posada, con el baúl detrás en una carretilla; era un hombre alto, fuerte, corpulento, de piel morena; una coleta negra embreada le caía sobre la espalda de su sucia casaca azul; tenía las manos encallecidas y agrietadas, y las uñas negras y rotas; y aquel chirlo de sable, de un blanco sucio y lívido, que le cruzaba la mejilla. Recuerdo que se volvió a contemplar la ensenada y se puso a silbar ensimismado; después rompió a cantar aquella vieja tonada marinera que tantas veces le oiríamos luego: 


Quince hombres sobre el baúl del muerto... 
¡Yujujú, y una botella de ron!

(trad. María Durante)



85. La guerra de los mundos, H. G. Wells

Cap. I La víspera de la guerra 

Nadie habría creído en los últimos años del siglo XIX que este mundo era observado con mucha atención y minuciosidad por inteligencias superiores a las del hombre, aunque tan mortales como la suya; que mientras los seres humanos se dedicaban a sus diversas ocupaciones eran escudriñados y estudiados, quizá casi tan de cerca como cualquiera podría observar con un microscopio las fugaces criaturas que pululan y se multiplican en una gota de agua. Con una suficiencia infinita iban y venían los hombres por el mundo, ocupados en sus pequeños negocios, serenos en la seguridad de su imperio sobre la materia. Es posible que, bajo el microscopio, los infusorios se comporten de la misma manera. A nadie se le ocurrió pensar que en los mundos más antiguos del espacio podían originarse peligros para los humanos, y no los estudiaban más que para rechazar como imposible o improbable la idea de que existiese vida. Resulta curioso recordar algunos hábitos mentales de aquellos tiempos. Como mucho, los habitantes de la Tierra se imaginaban que en Marte podían existir otros hombres, quizá inferiores a ellos, y dispuestos a dar la bienvenida a una expedición misionera. Sin embargo, desde el otro lado del abismo espacial que nos separa, mentes que son a las nuestras lo que las nuestras a las bestias perecederas, inteligencias profundas, frías e indiferentes, miraban a nuestra Tierra con ojos envidiosos, y lenta, pero firmemente, trazaban sus planes contra nosotros. Y a comienzos del siglo XX llegó la gran desilusión. (trad. Rafael Santervás).


86. Ilíada, Homero

Canta, Diosa, la cólera de Aquiles el Pelida, la que, funesta, trajo dolor innumerable a los aqueos y sepultó en el Hades tantas fieras almas de héroes, a quienes hizo presa de perros y de todas las aves —la voluntad de Zeus se cumplía— a partir del instante en que por vez primera se enemistaron disputando el Atrida, rey de hombres, y Aquiles el divino. ¿Cuál de los dioses los lanzó en disputa a pelearse mutuamente? El hijo de Leto y de Zeus. Airado con el rey, introdujo una peste maligna en el ejército. Y perecían los guerreros por culpa del ultraje que infiriera el Atrida al sacerdote Crises. Este, para liberar a su hija, se había presentado en las veloces naves  de los aqueos con un rescate inmenso y con las ínfulas del flechador Apolo, colgando de áureo cetro, en las manos; y a todos los aqueos, y especialmente a los dos Atridas, jefes de pueblos, así les suplicaba: 
      “¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Ojalá os concedan los dioses, que habitan olímpicos palacios, saquear la ciudad de Príamo y volver felizmente a casa. Poned en libertad a mi hija y recibid a cambio este rescate, si es que teméis al hijo de Zeus, al flechador Apolo.”

(trad. Luis Alberto de Cuenca)



87. Catedral, Raymond Carver

Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la noche en casa. Su esposa había muerto. De modo que estaba visitando a los parientes de esta en Connecticut. Llamó a mi mujer desde la casa de sus suegros. Se pusieron de acuerdo. Vendría en tren: tras cinco horas de viaje, mi mujer lo recibiría en la estación. Ella no lo había visto desde hacía diez años, después de un verano que trabajó para él en Seattle. Pero ella y el ciego habían mantenido el contacto. Grababan cintas magnetofónicas y se las enviaban. Su visita no me agradaba. Yo no lo conocía. Y me molestaba el hecho de que fuese ciego. La idea que yo tenía de la ceguera está basada en las películas. En el cine, los ciegos se mueven despacio y no sonríen jamás. A veces van guiados por perros. Un ciego en casa no era una cosa que me hiciese ilusión.

88. El Quijote, Miguel de Cervantes

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de «Quijada», o «Quesada», que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que se llamaba «Quijana». Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.

89. El miedo del portero al penalti, Peter Handke

Al mecánico Josef Bloch, que había sido anteriormente un famoso portero de un equipo de fútbol, al ir al trabajo por la mañana, le fue comunicado que estaba despedido. Sea como sea, Bloch lo interpretó así, cuando al aparecer por la puerta de la garita donde los obreros estaban descansando, solamente el capataz levantó la vista del almuerzo, así que se marchó de la obra. En la calle alzó el brazo, pero el coche que pasaba por allí en aquel momento no era un taxi –tampoco lo hubiera sido si Bloch no hubiera levantado el brazo para hacer señas a un taxi–. Finalmente escuchó el sonido de unos frenos; Bloch se dio la vuelta: a sus espaldas estaba un taxi y el taxista decía algo malhumorado; Bloch se dio la vuelta de nuevo, se metió en el taxi y dijo que quería ir al mercado. (trad. Pilar Fernández-Galiano)

90. Orlando furioso, Ludovico Ariosto

Canto las damas y los caballeros,

las armas, los amores, las audaces

y corteses empresas de aquel tiempo

en que los moros dieron guerra a Francia

cruzando el mar de África y siguiendo

a su rey Agramante, airado y joven,

para vengar la muerte de Troyano

sobre el rey Carlo, emperador romano.

 

Diré a la vez de Orlando cierta cosa

que ni en prosa ni en verso ha sido dicha:

quien por hombre tan sabio era tenido

se volvió por amor furioso y loco,

si es que aquella que casi igual me tiene

y que lima mi ingenio por momentos

permite que me sea concedido

el que baste a acabar lo prometido.

 

Quered, oh generosa Hercúlea prole,

adorno y esplendor de nuestro siglo,

Hipólito, aceptar lo que este humilde

servidor vuestro quiere y puede daros.

Lo que os debo, pagarlo puedo en parte

con las palabras que la tinta engendra;

no me culpéis si lo que os doy es poco,

pues cuanto os puedo dar, os lo doy todo.

(trad. José María Micó)





91. Por el camino de Swann [En busca del tiempo perdido], Marcel Proust

Durante mucho tiempo me he estado acostando temprano. A veces, apenas se apagaba la vela, los ojos se me cerraban tan rápido que no tenía tiempo de decirme: «Me duermo». Y media hora después me despertaba la idea de que ya era hora de buscar el sueño: quería dejar el libro que aún creía tener en las manos y apagar de un soplo la luz; no había dejado de reflexionar sobre lo que acababa de leer mientras dormía, pero esas reflexiones habían tomado un giro algo particular: me parecía que era yo mismo aquello de lo que hablaba la obra: una iglesia, un cuarteto, la rivalidad entre Francisco I y Carlos V. Esa creencia sobrevivía unos segundos a mi despertar: no chocaba a mi razón, pero pesaba como escamas sobre mis ojos y les impedía percatarse de que la vela ya no estaba encendida. Luego empezaba a volvérseme ininteligible, como después de la metempsícosis los pensamientos de una existencia anterior; el asunto del libro se desprendía de mí, y yo era libre de centrarme o no en él; enseguida recobraba la vista y quedaba atónito al encontrar a mi alrededor una oscuridad suave y sosegada para los ojos, aunque quizá más todavía para mi mente, a la que se presentaba como algo sin causa, incomprensible, verdaderamente oscuro. Me preguntaba qué hora podía ser; oía el silbido de los trenes que, más o menos lejano, como el canto de un pájaro en un bosque, revelando las distancias, me describía la extensión de la campiña desierta donde el viajero se apresura hacia la estación cercana; y el sendero que sigue va a quedar grabado en su recuerdo por la excitación que debe a unos lugares nuevos, a unos actos insólitos, a la reciente charla y a la despedida bajo la lámpara extraña que todavía lo siguen en el silencio de la noche, a la dulzura próxima del regreso

92. El viejo y el mar, Ernest Hemingway

Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la mala suerte, y por orden de sus padres el muchacho había salido en otro bote que cogió tres buenos peces la primera semana. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarlo a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.

     El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.

(trad. Lino Novas Calvo)

93. El hobbit, J. R. R. Tolkien

En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango, ni tampoco un agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que comer: era un agujero-hobbit, y eso significa comodidad.

   Tenía una puerta redonda, perfecta como un ojo de buey, pintada de verde, con una manilla de bronce dorada y brillante, justo en el medio. La puerta se abría a un vestíbulo cilíndrico, como un túnel: un túnel muy cómodo, sin humos, con paredes revestidas de madera y suelos enlosados y alfombrados, provistos de sillas barnizadas, y montones y montones de colgadores para sombreros y abrigos; el hobbit era aficionado a las visitas.

(trad. Manuel Figueroa)

94. Muerte a crédito, Louis-Ferdinand Céline

Aquí estamos solos otra vez. Es todo tan pesado, tan lento, tan triste... Pronto seré viejo. Y por fin se habrá acabado. Ha venido tanta gente a mi habitación. Han hablado. No me han dicho gran cosa. Se han ido. Se han vuelto viejos, miserables y lentos, cada cual en un rincón del mundo. 

(trad. Carlos Manzano)




95. La Celestina, Fernando de Rojas*

ARGUMENTO DEL PRIMER AUTO DESTA COMEDIA

Entrando Calisto en una huerta empós de un falcón suyo, halló y a Melibea, de cuyo amor preso, començole de hablar. De la qual rigorosamente despedido, fue para su casa muy sangustiado. Habló con vn criado suyo llamado Sempronio, el qual, después de muchas razones, le endereçó a vna vieja llamada Celestina, en cuya casa tenía el mesmo criado vna enamorada llamada Elicia. La qual, viniendo Sempronio a casa de Celestina con el negocio de su amo, tenía a otro consigo, llamado Crito, al qual escondieron. Entretanto que Sempronio está negociando con Celestina, Calisto está razonando con otro criado suyo, por nombre Pármeno. El qual razonamiento dura hasta que llega Sempronio y Celestina a casa de Calisto. Pármeno fue conoscido de Celestina, la qual mucho le dize de los fechos e conoscimiento de su madre, induziéndole a amor e concordia de Sempronio.

PÁRMENOCALISTOMELIBEASEMPRONIOCELESTINAELICIACRITO.

CALISTO.— En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.

MELIBEA.— ¿En qué, Calisto?

CALISTO.— En dar poder a natura que de tan perfeta hermosura te dotasse e facer a mí inmérito tanta merced que verte alcançasse e en tan conueniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiesse. Sin dubda encomparablemente es mayor tal galardón, que el seruicio, sacrificio, deuoción e obras pías, que por este lugar alcançar tengo yo a Dios offrescido, ni otro poder mi voluntad humana puede conplir. ¿Quién vido en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre, como agora el mío? Por cierto los gloriosos sanctos, que se deleytan en la visión diuina, no gozan mas que yo agora en el acatamiento tuyo. Más ¡o triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienauenturança e yo misto me alegro con recelo del esquiuo tormento, que tu absencia me ha de causar.


96. Ricardo III, Shakespeare


ACTO PRIMERO 

ESCENA I

(Una calle de Londres)

GLOUCESTER. Ahora el invierno de nuestro descontento se transfigura en glorioso verano gracias a este sol de York; y todas las nubes que se cernían sobre nuestra casa yacen sepultadas en las entrañas del océano. Ahora se adornan nuestras frentes con laureles de victoria; nuestras hendidas armas penden como trofeos; nuestros gritos de alarma se convierten en alegres tertulias; nuestros coléricos desfiles en apacibles bailes. La hosca faz de la guerra ha limado su ceño fruncido y, en lugar de montar caballos armados para amedrentar a las almas de nuestros temerosos enemigos, danza con ligereza en la alcoba de una dama, al son lúdico y lascivo de un laúd...

97. Fausto, Goethe


 FAUSTO*

¡Ay de mí! Ya he estudiado filosofía, 

derecho, medicina y por desgracia también teología,

muy a fondo y con ardoroso esfuerzo. 

Y ahora aquí estoy, pobre loco,

soy tan sabio como antes de empezar;

tengo título de licenciado y hasta de doctor,

y ya es el décimo año que arrastro 

de aquí para allá y de arriba abajo

a mis discípulos bien amarrados, 

y veo que nada podemos saber.

Esto ya casi me está quemando el corazón. 

pues aunque soy algo más listo que todos esos torpes

doctores, licenciados, escribanos y curas;

y no me atormentan escrúpulos ni dudas,

ni el infierno o el demonio me asustan,

a cambio ha huido de mí toda alegría;

no creo saber nada de modo correcto

ni me hago ilusiones de poder enseñar algo

o de mejorar a los hombres o poder cambiarlos.

Tampoco tengo bienes ni dinero

ni los honores y magnificencias del mundo.

¡Esta vida no la querría ni un perro!

Por eso me he entregado a la magia

a ver si por la fuerza o por la boca del espíritu

algún misterio me es revelado

ya no necesito sudar la gota amarga

por tener que decir lo que en realidad ignoro;

a ver si al fin conozco lo que el mundo

en su más hondo interior tiene encerrado,

a ver si veo la fuerza productora y la semilla

y ya no necesito seguir removiendo palabras.

(trad. Helena Cortés Gabaudan)


98. Retorno de las estrellas, Stanislaw Lem

No llevaba nada, ni siquiera un abrigo. Dijeron que no era necesario. Me permitieron conservar el jersey negro, menos mal. Y logré quedarme con la camisa; pensaba que me costaría un poco acostumbrarme a prescindir de ella. En el mismo pasillo, bajo el casco de la nave, donde nos agolpábamos, Abs me alargó la mano con una sonrisa de complicidad. 

–Ten cuidado...

(trad. Pilar Giralt y Jadwiga Maurizio)


99. El corazón delator, Edgar Allan Poe

¡Es verdad! Soy muy nervioso, espantosamente nervioso, siempre lo he sido; pero, ¿por qué pretendéis que esté loco? La enfermedad ha aguzado mis sentidos, sin destruirlos ni apagarlos. Tenía el oído muy fino; nadie lo igualaba; he escuchado todas las cosas del cielo y de la tierra, y no pocas del infierno. ¿Cómo puedo estar loco? ¡Atención! Ahora veréis con qué sano juicio y con qué calma puedo contaros toda la historia.




100. Las mil y una noches

Se cuenta que hace mucho tiempo (pero Dios sabe más que ningún otro acerca de lo ocurrido en tiempos pasados), en la era sasánida, dos hermanos llamados Shahriyar y Shahzaman, gobernaban las islas de la India y China.
Shahriyar, el mayor, era un poderoso jinete, audaz con la espada, que jamás había sufrido golpe o quemadura alguna, rápido en la venganza y lento para el perdón. Sus dominios se extendían a los confines más recónditos de la tierra y había escogido la India como lugar para establecer su trono, entregándole el reino de Samarkanda a su hermano. (trad. Alfonso García Fernández)




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