COMIENZOS PROMETEDORES (LXV)

 

87. Catedral, Raymond Carver

Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la noche en casa. Su esposa había muerto. De modo que estaba visitando a los parientes de esta en Connecticut. Llamó a mi mujer desde la casa de sus suegros. Se pusieron de acuerdo. Vendría en tren: tras cinco horas de viaje, mi mujer lo recibiría en la estación. Ella no lo había visto desde hacía diez años, después de un verano que trabajó para él en Seattle. Pero ella y el ciego habían mantenido el contacto. Grababan cintas magnetofónicas y se las enviaban. Su visita no me agradaba. Yo no lo conocía. Y me molestaba el hecho de que fuese ciego. La idea que yo tenía de la ceguera está basada en las películas. En el cine, los ciegos se mueven despacio y no sonríen jamás. A veces van guiados por perros. Un ciego en casa no era una cosa que me hiciese ilusión.

88. El Quijote, Miguel de Cervantes

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de «Quijada», o «Quesada», que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que se llamaba «Quijana». Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.

89. El miedo del portero al penalti, Peter Handke

Al mecánico Josef Bloch, que había sido anteriormente un famoso portero de un equipo de fútbol, al ir al trabajo por la mañana, le fue comunicado que estaba despedido. Sea como sea, Bloch lo interpretó así, cuando al aparecer por la puerta de la garita donde los obreros estaban descansando, solamente el capataz levantó la vista del almuerzo, así que se marchó de la obra. En la calle alzó el brazo, pero el coche que pasaba por allí en aquel momento no era un taxi –tampoco lo hubiera sido si Bloch no hubiera levantado el brazo para hacer señas a un taxi–. Finalmente escuchó el sonido de unos frenos; Bloch se dio la vuelta: a sus espaldas estaba un taxi y el taxista decía algo malhumorado; Bloch se dio la vuelta de nuevo, se metió en el taxi y dijo que quería ir al mercado. (trad. Pilar Fernández-Galiano)

90. Orlando furioso, Ludovico Ariosto

Canto las damas y los caballeros,

las armas, los amores, las audaces

y corteses empresas de aquel tiempo

en que los moros dieron guerra a Francia

cruzando el mar de África y siguiendo

a su rey Agramante, airado y joven,

para vengar la muerte de Troyano

sobre el rey Carlo, emperador romano.

 

Diré a la vez de Orlando cierta cosa

que ni en prosa ni en verso ha sido dicha:

quien por hombre tan sabio era tenido

se volvió por amor furioso y loco,

si es que aquella que casi igual me tiene

y que lima mi ingenio por momentos

permite que me sea concedido

el que baste a acabar lo prometido.

 

Quered, oh generosa Hercúlea prole,

adorno y esplendor de nuestro siglo,

Hipólito, aceptar lo que este humilde

servidor vuestro quiere y puede daros.

Lo que os debo, pagarlo puedo en parte

con las palabras que la tinta engendra;

no me culpéis si lo que os doy es poco,

pues cuanto os puedo dar, os lo doy todo.

(trad. José María Micó)







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