COMIENZOS PROMETEDORES (LXII)
80. Canadá, Richard Ford
Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después. El atraco es la parte más importante, ya que nos puso a mi hermana y a mí en las sendas que acabarían tomando nuestras vidas. Nada tendría sentido si no se contase esto antes que nada.
Nuestros padres eran las personas de las que menos se podría pensar que atracarían un banco. No eran gente rara, ni evidentemente criminales. A nadie se le hubiera ocurrido pensar que estaban destinados a acabar como acabaron. Eran personas normales –aunque, claro está, tal afirmación queda invalidada desde el momento mismo en que atracaron el banco. (trad. Jesús Zulaika)
81. La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, Laurence Sterne
Ojalá mi padre, o mi madre, o mejor dicho ambos, hubieran sido más conscientes, mientras los dos se afanaban igual en el cumplimiento de sus obligaciones, de lo que se traían entre manos cuando me engendraron; si hubieran tenido debidamente presente cuántas cosas dependían de lo que estaban haciendo en aquel momento: —que no solo estaba en juego la creación de un Ser racional sino que también, posiblemente, la feliz formación y constitución de su cuerpo, tal vez su genio y hasta la naturaleza de su mente; —y que incluso, en contra de lo que ellos creían, la suerte de toda la casa podía tomar uno u otro rumbo según los humores y disposiciones que entonces predominaran: —si hubieran sopesado y considerado todo esto como es debido, y procedido en consecuencia, —estoy francamente convencido de que yo habría hecho en el mundo un papel completamente distinto de aquel en el que es muy probable que el lector me vea. (trad. Javier Marías)
82. La muerte de Virgilio, Hermann Broch
Azules como acero y ligeras, movidas por un viento contrario suave y apenas perceptible, las ondas del mar Adriático habían corrido al encuentro de la escuadra imperial, mientras ésta se dirigía hacia el puerto de Brindisi, dejando a la izquierda las chatas colinas de la costa de Calabria que se acercaban poco a poco. En ese momento, en ese paraje, la soledad del mar llena de sol y sin embargo tan cargada de mortales presagios, se transformaba en la pacífica alegría de una actividad humana, y el oleaje, dulcemente iluminado por la cercana presencia y morada del hombre, se poblaba de naves diversas que también buscaban el puerto o que salían de él; las barcas de pardo velamen de los pescadores abandonaban ya en todas partes los pequeños muelles protectores de los infinitos villorrios y colonias a lo largo de la playa blanqueada por el agua, para lanzarse a la pesca vespertina, y el mar se había alisado como un espejo; la concha celeste se había abierto sobre ese espejo como una comba nacarada; atardecía y se sentía el olor de la leña quemada en los hogares, cada vez que una ráfaga recogía y traía de allí los ruidos de la vida, un martilleo o un grito. (Versión de J. M. Ripalda sobre traducción de A. Gregori).
83. Coplas a la muerte de su padre, Jorge Manrique
Recuerde el alma dormida avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando; cuán presto se va el placer; cómo después de acordado da dolor; cómo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
84. La isla del tesoro, Robert L. Stevenson
El caballero Trelawney, el doctor Livesey y los demás gentileshombres me han pedido que relate los pormenores de lo que aconteció en la isla del Tesoro, del principio al fin y sin omitir nada excepto la posición de la isla, y ello por la sencilla razón de que parte del tesoro sigue enterrado allí; cojo, pues, la pluma en el año de gracia de 17... y me remonto a la época en que mi padre regentaba la posada del Almirante Benbow, y el viejo lobo de mar con la cara tostada y marcada con un chirlo de sable vino a hospedarse bajo nuestro techo.
Lo recuerdo como si fuera ayer: llegó caminando pesadamente a la puerta de la posada, con el baúl detrás en una carretilla; era un hombre alto, fuerte, corpulento, de piel morena; una coleta negra embreada le caía sobre la espalda de su sucia casaca azul; tenía las manos encallecidas y agrietadas, y las uñas negras y rotas; y aquel chirlo de sable, de un blanco sucio y lívido, que le cruzaba la mejilla. Recuerdo que se volvió a contemplar la ensenada y se puso a silbar ensimismado; después rompió a cantar aquella vieja tonada marinera que tantas veces le oiríamos luego:
Quince hombres sobre el baúl del muerto...¡Yujujú, y una botella de ron!
(trad. María Durante)
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