COMIENZOS PROMETEDORES (LVII)

69. La busca, Pío Baroja

Acababan de dar las doce, de una manera pausada, acompasada y respetable, en el reloj del pasillo. Era costumbre de aquel viejo reloj, alto y de caja estrecha, adelantar y retrasar a su gusto y antojo la uniforme y monótona serie de las horas que va rodeando nuestra vida, hasta envolverla y dejarla, como a un niño en la cuna, en el oscuro seno del tiempo.

70. Pan, Knut Hamsun

En estos últimos días, no dejado de pensar en el sempiterno día estival de Nordland. Aquí estoy, pensando en él, en la cabaña en la que me alojé y en el bosque que se escondía detrás de ella, y me pongo a anotar algunas cosas, con el fin de pasar el rato y entretenerme. El tiempo se me hace muy largo, no consigo hacerlo transcurrir tan deprisa como quisiera, aunque no tengo pena ninguna y mi vida es de lo más alegre. Estoy satisfecho con todo, y mis treinta años no me pesan aún. Hace unos día recibí por correo un par de plumas de pájaro, enviadas desde un lugar muy lejano por una persona que no me las debía, pero, no obstante, dos plumas verdes, en una hoja de carta con una corona en el membrete y sellada con lacre. Me hizo gracia toparme con dos plumas de pájaro tan diabólicamente verdes. Por lo demás, no tengo más molestias que un poco de reúma en el pie izquierdo de vez en cuando, secuela de una vieja herida por arma de fuego, curada ya hace mucho...

(trad. Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo)

71. La plaza del Diamante, Mercè Rodoreda

La Julieta vino expresamente a la pastelería para decirme que, antes de rifar el ramo, rifarían cafeteras; que ella ya las había visto: preciosas, blancas, con una naranja pintada, cortada por la mitad, enseñando los gajos. Yo no tenía ganas de ir a bailar, ni tenía ganas de salir, porque me había pasado el día despachando dulces, y las puntas de los dedos me dolían de tanto apretar cordeles dorados y de tanto hacer nudos y lazadas. Y porque conocía a la Julieta, que no tenía miedo a trasnochar y que igual le daba dormir que no dormir. Pero me hizo acompañarla quieras que no, porque yo era así, que sufría si alguien me pedía algo y tenía que decirle que no. Iba de blanco de pies a cabeza; el vestido y las enaguas almidonadas, los zapatos como un sorbo de leche, las arracadas de pasta blanca, tres pulseras de aro que hacían juego con las arracadas y un bolso blanco, que la Julieta me dijo que era de hule, con el cierre en forma de concha de oro. (trad. Enrique Sordo)

72. Sonata de otoño. Memorias del marqués de Bradomín, Ramón del Valle-Inclán

«Mi amor adorado, estoy muriéndome y solo deseo verte». ¡Ay! Aquella carta de la pobre Concha se me extravió hace mucho tiempo. Era llena de afán y de tristeza, perfumada de violetas y de un antiguo amor. Sin concluir de leerla, la besé. Hacía cerca de dos años que no me escribía, y ahora me llamaba a su lado con súplicas dolorosas y ardientes. Los tres pliegos blasonados traían la huella de sus lágrimas, y la conservaron largo tiempo. La pobre Concha se moría retirada en el viejo Palacio de Brandeso, y me llamaba suspirando. Aquellas manos pálidas, olorosas, ideales, las manos que yo había amado tanto, volvían a escribirme como otras veces. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Yo siempre había esperado en la resurrección de nuestros amores. Era una esperanza indecisa y nostálgica que llenaba mi vida con un aroma de fe: Era la quimera del porvenir, la dulce quimera dormida en el fondo de los lagos azules, donde se reflejan las estrellas del destino. ¡Triste destino el de los dos! El viejo rosal de nuestros amores volvía a florecer para deshojarse piadoso sobre una sepultura.

73. El pan desnudo, Mohamed Chukri

Lloraba la muerte de mi tío junto con algunos chicos. Ya no lloraba solamente cuando me pegaban, o cuando perdía algo. Ya había visto llorar también a otros. Era la época del hambre en el Rif, la sequía y la guerra. Una tarde, no podía frenar mis lágrimas de tanta hambre que tenía. Chupaba y volvía a chupar mis dedos. Vomitaba solo saliva. Mi madre me decía, para tranquilizarme:

– Cállate, vamos a irnos a Tánger. Allí hay pan en abundancia. No llorarás más por el pan cuando estemos allí. En Tánger la gente come hasta saciarse ¿Ves a tu hermano? Él no llora.

74. Merlín y familia, Álvaro Cunqueiro

Quizá mejor que decirla fuera pintarla, la selva de Esmelle, que cae a mano derecha viniendo a este reino por la banda de León. El camino que yo llevé hasta el campo de las Colmenas se adentra subiendo vuelta a vuelta por la fraga de Eirís, que es tan espesa: el camino va por la orilla del río, y cuando gana el llano, donde llaman Paradas, se mete por entre charcos lodaneros hasta donde dicen Fontigo, que es una puente baja de madera, en la que es muy sabroso oír el trote corto de los caballos de los viajeros que van y vienen, camino de Belvís. Los molinos del Fontigo son ahora dos morenas de piedra negra, en las que la hiedra prende y crece, pero yo recuerdo todavía los días en que molían el trigo vallino y el centeno montañés, y había manzanos a lo largo de las presas: el viento tiraba manzanas al agua, y siempre había una docena, verdes o coloradas, bailando en la espuma, gorda y amarillenta, junto a la reja del canal. Siempre ventea en la robleda de Mourás, tan tenebrosa, y el camino tiene prisa en pasarla y en llegar a la abierta campiña de Miranda, a la descubierta de las anchas sementeras, a los barbechos que huelgan las colinas antiguas, a los pastos del Rey... Desde Miranda se ve Esmelle todo alrededor, el castillo de Belvis, la fraga de la Sierpe, la laguna de los Cabos, y de día, casi al pie de la puerta, el humo de las herrerías del Villar. Por la noche, desde Miranda, yo me ponía a ver como se encendían las luces de Belvis en las altas y aparejadas torres, y en comparación con ellas, como posadas en el suelo, las luces del Villar: cuando corría viento de Meira, yo me tenía porque oía las batínadas del mazo de los herreros.

75. La lluvia amarilla, Julio Llamazares

Cuando lleguen al alto de Sobrepuerto estará, seguramente, comenzando a anochecer. Sombras espesas avanzarán como olas por las montañas y el sol, turbio y deshecho, lleno de sangre, se arrastrará ante ellas agarrándose ya sin fuerzas a las aliagas y al montón de ruinas y escombros de lo que, en tiempos, fuera (antes de aquel incendio que sorprendió durmiendo a la familia entera y a todos sus animales) la solitaria Casa de Sobrepuerto. El que encabece el grupo se detendrá a su lado. Contemplará las ruinas, la soledad inmensa y tenebrosa del paraje. Se santiguará en silencio y esperará a que los demás le den alcance. Vendrán todos esa noche: José, de Casa Pano, Regino, Chuanorús, Benito el Carbonero, Aineto y sus  dos hijos, Ramón, de Casa Basa. Hombres endurecidos todos ellos por los años y el trabajo. Hombres valientes, acostumbrados desde siempre a la tristeza y soledad de estas montañas. Pero, a pesar de ello — y de los palos y escopetas de que, sin duda alguna, han de venir armados—, una sombra de miedo y de inquietud envolverá esa noche sus ojos y sus pasos. Contemplarán también por un instante las paredes caídas del caserón quemado y, luego, el lugar que alguno de ellos señalará ya con la mano en la distancia.



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