COMIENZOS PROMETEDORES (LXVI)
91. Por el camino de Swann [En busca del tiempo perdido], Marcel Proust
Durante mucho tiempo me he estado acostando temprano. A veces, apenas se apagaba la vela, los ojos se me cerraban tan rápido que no tenía tiempo de decirme: «Me duermo». Y media hora después me despertaba la idea de que ya era hora de buscar el sueño: quería dejar el libro que aún creía tener en las manos y apagar de un soplo la luz; no había dejado de reflexionar sobre lo que acababa de leer mientras dormía, pero esas reflexiones habían tomado un giro algo particular: me parecía que era yo mismo aquello de lo que hablaba la obra: una iglesia, un cuarteto, la rivalidad entre Francisco I y Carlos V. Esa creencia sobrevivía unos segundos a mi despertar: no chocaba a mi razón, pero pesaba como escamas sobre mis ojos y les impedía percatarse de que la vela ya no estaba encendida. Luego empezaba a volvérseme ininteligible, como después de la metempsícosis los pensamientos de una existencia anterior; el asunto del libro se desprendía de mí, y yo era libre de centrarme o no en él; enseguida recobraba la vista y quedaba atónito al encontrar a mi alrededor una oscuridad suave y sosegada para los ojos, aunque quizá más todavía para mi mente, a la que se presentaba como algo sin causa, incomprensible, verdaderamente oscuro. Me preguntaba qué hora podía ser; oía el silbido de los trenes que, más o menos lejano, como el canto de un pájaro en un bosque, revelando las distancias, me describía la extensión de la campiña desierta donde el viajero se apresura hacia la estación cercana; y el sendero que sigue va a quedar grabado en su recuerdo por la excitación que debe a unos lugares nuevos, a unos actos insólitos, a la reciente charla y a la despedida bajo la lámpara extraña que todavía lo siguen en el silencio de la noche, a la dulzura próxima del regreso.
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