COMIENZOS PROMETEDORES (XL)
47. El orden natural de las cosas, António Lobo Antunes
Hasta los seis años, Iolanda, no conocí a la familia de mi madre ni el olor de los castaños que el viento de septiembre traía de la Buraca, con las ovejas y las cabras, que ascendían por la carretera en dirección al cementerio abandonado, avivados por un viejo con boina y por las voces de los muertos. Todavía hoy, mi amor, tendido en el cama a la espera del efecto del válium, me sucede como en las tardes de verano en las que me acostaba, buscando el fresco, en un barrio de tumbas destrozadas; siento un adorno de sepultura hiriéndome en la pierna, oigo la hierba de las losas en la sábana, veo los serafines y los cristos de escayola que me amenazaban con las manos rotas; una mujer con sombrero plantaba coles y nabos en las raíces de los cipreses; las esquilas de los cabritos tintineaban en la capilla sin imágenes, reducida a tres paredes calcinadas y a un pedazo de altar con tapete anegado en las trepadoras; y yo observaba la noche avanzar lápida a lápida, coagulando las bendiciones de los santos en marchas de tinieblas.
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