TRES POEMAS DE JORGE LUIS BORGES

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Los agudos juegos intertextuales, el elegante primor intelectual, el pulso clasicista de sus sonetos, el diálogo incesante con las más diversas tradiciones literarias, los espejos, el doble  misterioso o los múltiples laberintos aparecen reiteradamente en los poemas de Jorge Luis Borges (1899-1987), a no dudarlo, el autor más ilustre de la literatura argentina del siglo XX. Eterno candidato al Premio Nobel, eximio galardón que nunca llegó a obtener, probablemente por sus controvertidas opiniones políticas. Triste sino que Borges  acogía con estoica resignación, sin perder nunca la oportunidad de recurrir a su exquisita y elegante ironía de estirpe anglosajona:«Sí; me dieron el Cervantes, y otro premio en Francia, [...], pero creo que, si los escandinavos no me hubieran nominado tantas veces para el Nobel, ellos no me tendrían como premiable. Por eso estoy tan agradecido a los suecos».

   Una mirada retrospectiva a su obra literaria revela que en ella se cumple la antigua profecía de que un escritor repetirá fatalmente los mismos temas y obsesiones y que, bajo distintas fórmulas, estará fatalmente abocado a escribir siempre el mismo libro. Borges logró la anhelada monotonía del escritor que crea con vocación de clásico. 

   Un universo metafísico e intelectual genuinamente borgesiano se perfila en los tres poemas que hemos seleccionado,  imprescindibles en cualquier antología del autor. 


LÍMITES

Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar.
Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos,
hay un espejo que me ha visto por última vez,
hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
hay alguno que ya nunca abriré.
Este verano cumpliré cincuenta años;
la muerte me desgasta, incesante.



LA LLUVIA

Bruscamente la tarde se ha aclarado 
Porque ya cae la lluvia minuciosa. 
Cae o cayó. La lluvia es una cosa 
Que sin duda sucede en el pasado. 

Quien la oye caer ha recobrado 
El tiempo en que la suerte venturosa 
Le reveló una flor llamada rosa 
Y el curioso color del colorado. 

Esta lluvia que ciega los cristales 
Alegrará en perdidos arrabales 
Las negras uvas de una parra en cierto 

Patio que ya no existe. La mojada 
Tarde me trae la voz, la voz deseada, 
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.


POEMA DE LOS DONES

Nadie rebaje a lágrima o reproche 
esta declaración de la maestría 
de Dios, que con magnífica ironía 
me dio a la vez los libros y la noche. 

De esta ciudad de libros hizo dueños 
a unos ojos sin luz, que sólo pueden 
leer en las bibliotecas de los sueños 
los insensatos párrafos que ceden 

las albas a su afán. En vano el día 
les prodiga sus libros infinitos, 
arduos como los arduos manuscritos 
que perecieron en Alejandría. 

De hambre y de sed (narra una historia griega) 
muere un rey entre fuentes y jardines; 
yo fatigo sin rumbo los confines 
de esta alta y honda biblioteca ciega. 

Enciclopedias, atlas, el Oriente 
y el Occidente, siglos, dinastías, 
símbolos, cosmos y cosmogonías 
brindan los muros, pero inútilmente. 

Lento en mi sombra, la penumbra hueca 
exploro con el báculo indeciso, 
yo, que me figuraba el Paraíso 
bajo la especie de una biblioteca. 

Algo, que ciertamente no se nombra 
con la palabra azar, rige estas cosas; 
otro ya recibió en otras borrosas 
tardes los muchos libros y la sombra. 

Al errar por las lentas galerías 
suelo sentir con vago horror sagrado 
que soy el otro, el muerto, que habrá dado 
los mismos pasos en los mismos días. 

¿Cuál de los dos escribe este poema 
de un yo plural y de una sola sombra? 
¿Qué importa la palabra que me nombra 
si es indiviso y uno el anatema? 

Groussac o Borges, miro este querido 
mundo que se deforma y que se apaga 
en una pálida ceniza vaga 
que se parece al sueño y al olvido.


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